Por : Aniko Villalba/ En : Chile , viajes experimentales
A medida que avanzamos hacia el norte de Chile me empieza a pasar algo raro: me olvido de en qué parte del mundo estoy. Durante varios días mi cabeza mezcla muchas cosas: por un lado, voy leyendo “El interior” de Martín Caparrós (el relato de su viaje por el interior de Argentina) y cada vez que miro por la ventana pienso, por un segundo, que estoy en alguna ruta pampeana; por otro, me adelanto mentalmente a nuestro próximo destino: Bolivia; de a ratos me siento en Perú (ciertos lugares de Chile me recuerdan mucho a los pueblos costeros de Perú, país en el que pasaremos Navidad con mis amigas); y de repente me acuerdo: estamos en Chile. Para sumarle a esto, todos los días sueño con estar en Asia (una paradoja: cuando llegué a Tailandia, primer país asiático que visité, deseé poder teletransportarme a América Latina. Ahora quiero que sea al revés). Es la ansiedad, tan típica de mí, y ese no poder frenar los pensamientos de deseo de estar siempre en un lugar distinto al que estoy. Un viajero no piensa en el último viaje sino en el próximo, dicen. Y a veces me pasa que no pienso ni siquiera en el que estoy, sino en el que me gustaría estar.
Los chilenos que conocimos durante este viaje nos hablaron mucho acerca del valle de Elqui —un lugar, al parecer, bastante místico y energético— así que nos vamos para allá desde Coquimbo, ciudad de la en la que estamos haciendo Couchsurfing. Cuando llegamos a Pisco Elqui, uno de los pueblos del valle, mis tiempos (el mental, el real) se alinean. Aunque de esto me daría cuenta después. Los primeros días estoy bastante triste: no tengo ganas de hacer nada, no quiero estar en ningún lugar. Ni en Chile, ni en Argentina, ni en Asia, ni en el planeta Tierra. Si un ovni me ofreciera llevarme bien lejos le diría que sí. Todos tenemos heridas que sanar y yo estoy con las mías.
Como no tenemos carpa nos quedamos en un hostal, el primero desde que empezamos a viajar. La primera noche nos sentamos a charlar con Santiago, el dueño, y con el resto de los viajeros. Santiago nos cuenta historias extraordinarias de sus viajes (viajó, y mucho), pero hay una que me queda grabada: una vez, las circunstancias hicieron que se quedara viviendo y trabajando de cocinero en Rurrenabaque (la selva de Bolivia), en una posada que recibía grupos de gente con problemas psiquiátricos. Una agencia organizaba viajes de un mes por Bolivia y Perú para grupos de 10 o 12 personas que habían sufrido situaciones de mucho estrés. Iban con médicos y viajaban en un ambiente muy controlado: los sometían a situaciones “extremas” (como caminar por la selva durante horas o enfrentarse con animales salvajes) para hacerlos reaccionar y devolverles un poco de vida. El objetivo era que se despejaran mentalmente, que se recuperaran gracias al viaje. Y mientras Santiago habla, pienso en voz alta: “Claro: viajoterapia”. Nunca había hecho esa unión de palabras, pero me resulta demasiado obvia y no sé cómo no me di cuenta antes: los viajes también curan. Son terapia para el alma.
Pasamos dos días en Pisco Elqui sin hacer nada. Por “nada” me refiero a que no salimos a andar a caballo por las montañas ni vamos a conocer otros pueblos. A mí, por lo menos, no me sale otra cosa que hacer nada. A la vez me siento un poco culpable, como si estuviese perdiendo el tiempo: “Estoy acá, quién sabe cuándo volveré, y no estoy haciendo nada de lo que debería estar haciendo”.
Unos días después entiendo por qué.
La tarde que nos estamos por volver a Coquimbo me siento a comer un poco de pan en el jardín y aparece un personaje peculiar: un señor con unas rastas muy rubias, una barba muy larga y un aspecto muy hippie. Me habla como si ya hubiésemos charlado antes:
—Oh man, that San Pedro I took two days ago is still making me sick. I haven’t been able to eat for 48 hours.
Al parecer tomó San Pedro y hace dos días que se siente muy mal del estómago y no puede comer. Lo único que hace es dormir. Le respondo en inglés y en algún momento de la conversación me dice: “Your accent sounds different today” (“Tu acento suena distinto hoy”). No sé a qué se refiere, así que le respondo, como intentando explicarle por qué mi acento es raro: “I’m Argentinian” (“Soy argentina”). Y ahí se da cuenta de que me confundió con otra huésped del hostal, pero lo bueno es que la situación es una buena excusa para empezar a charlar. Damián se suma a la conversación y, sin darnos cuenta ni haberlo planeado, hablamos durante horas.
Se presenta como Bunny Man, es de Estados Unidos, tiene 54 años y empezó a viajar a los 38 («empecé tarde»). Tiene un hijo y una hija y da la vuelta al mundo (solo) dos veces por año. ¿Cómo? Trabaja en la Marina de Estados Unidos (como civil) y cada año se embarca en Japón en una misión secreta (“no puedo contarles de qué se trata, pero estamos en busca de un submarino”). Tiene varios meses al año de vacaciones y los usa para viajar. Camina sin zapatos y es una de esas personas llena de enseñanzas y puro amor. Está viviendo en el hostal hace tres semanas: “Cuando estuve en Egipto pasé varias semanas yendo de un oasis a otro, está vez pensé ¿por qué no quedarme solamente en un oasis durante varias semanas?”. Y eso hace: él simplemente está acá.
Hablamos acerca de los viajes, del miedo que tienen muchas personas a salir de su ciudad, de sus experiencias en Asia y África, del poder del amor, de la necesidad de generar un cambio de conciencia mundial, de todas esas cosas que vistas de lejos suenan hippies y new age pero que, en mi opinión, son las que salvarán al mundo. Nos enganchamos tanto en la conversación que decidimos posponer nuestra vuelta y quedarnos una noche más en Pisco Elqui para seguir charlando con él. Se generó una conexión tan linda que por primera vez en varios días siento que quiero estar ahí y en ningún otro lugar. Esa noche, Bunny Man recupera el apetito (ofrecimos cocinarle algo) y empieza a sentirse mejor. Nos dice, varias veces: “Wow, you two are healing me, I feel hungry again. Thank you! Make sure to write it down” (“Ustedes dos me están curando. Volví a tener hambre. ¡Gracias! Asegúrate de escribirlo”). Yo le digo: “We are healing each other, so thank you too” (“Nos estamos curando mutuamente, así que gracias también”).
Al día siguiente, cuando nos despedimos, le pregunto:
—Después de 16 años de viajar, ¿crees que las despedidas se hacen más fáciles?
—No, siempre son difíciles.
—Por eso prefiero decir “nos vemos pronto” en vez de chau.
—Entonces nos vemos pronto.
Mientras volvemos a Coquimbo pienso que, en definitiva, no hicimos nada en el valle de Elqui, y esa fue la clave de la viajoterapia. Hay lugares donde lo que importa es estar. No “ver” ni “hacer”, sino estar. Situarse en ese tiempo y en ese espacio y vivir el presente. Ser consciente de que uno está ahí, en un momento irrepetible, y entregarse por completo. Ser capaz de decirse a uno mismo: you are here (me gusta más la versión en inglés de esta frase, porque «are» puede significar tanto «estar» como «ser»), estoy acá, soy acá. Y no querer estar en ningún otro lugar.
Más información de Pisco Elqui: – Buses desde La Serena a Pisco Elqui: 4000 pesos chilenos. El bus de vuelta cuesta 3000.
– El valle de Elqui es ideal para mirar las estrellas. Se hacen tours astronómicos, yo me quedé con muchas ganas pero no pude porque estaba nublado. Cuestan entre 12.000 y 15.000 pesos chilenos por persona. Sino, simplemente siéntense a mirar el cielo de noche.
– En Pisco Elqui hay varias tienditas donde comprar comida y cocinarse. Los precios son los mismos que en el resto de Chile (nos habían dicho que era mucho más caro, pero nos pareció igual).
– Lo lindo del valle es recorrer sus pueblos. Lo lindo de Pisco Elqui es estar ahí y relajarse mentalmente.
– Muchas gracias Santiago, dueño del Eco Hostal San Pedro, por la amabilidad y las historias. Lugar muy recomendado para quedarse. Es de los hostales más económicos de Pisco Elqui y está muy bien cuidado. Tienen más info en su web.
¿Te gustó este post? ¡Compartilo!
Autora: Aniko Villalba
Soy Aniko y creé este blog en el 2010. Acá vas a encontrar relatos y fotografías de mis viajes por más de 45 países del mundo, así como información práctica, consejos e inspiración para que planees los tuyos. Me gusta viajar lento, llenar cuadernos y disfrutar de los detalles cotidianos de cada lugar que visito. Tengo tres libros publicados y más en camino. Seguime por Instagram para ver el día a día de mis viajes.