En las últimas décadas del pasado siglo XX, don Roberto Ángel era un personaje muy esperado por los vecinos de la localidad de Pisco Elqui, cuando bajaba de los cerros a vender sus quesos de cabra. Los preparaba artesanalmente en el rancho que tenía en Las Placetas, lugar donde había formado su hogar y nacido sus hijos. La calidad de sus productos estaba garantizada, pues durante todos los años de producción en sus rudimentarias instalaciones no se supo que alguna vez alguien se hubiera enfermado a causa de intoxicación.
De trato muy grato, su fisonomía de anciano y expresión bondadosa, se asemejaba a la idealizada de un abuelo de cuento infantil. El respeto hacia él no lo imponía, surgía espontáneamente. La experiencia y la sabiduría obtenida en tantas décadas de su existencia, la expresaba en pocas palabras, además de ser un excelente narrador de historias, que constituían parte del folclore elquino. Era un verdadero representante del hombre de Elqui, que nació y se formó rodeado de los cerros majestuosos, cubierto por el diáfano cielo, bebiendo las cristalinas aguas de las vertientes, soñando y filosofando ante el estímulo que le proporcionaban las estrellas y el silencio de la noche. Hombres como él, seguramente conoció Benjamín Subercaseaux al asociar el entorno del valle y a los habitantes de entonces -no contaminados aún- con el ambiente y los personajes bíblicos, en su obra “Chile o una loca geografía”.
Lamentablemente, en un acto irreflexivo, alguien que quiso disponer de sus modestos ahorros para satisfacer, con un mínimo esfuerzo, ciertas necesidades, lo atacó y le dio muerte.
Ese fin de semana don Roberto no bajó del cerro, lo bajaron
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