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“La Leyenda de las doce Lunas”

Desde la costa hacia la cordillera, se abría una garganta natural que, a medida que avanzaba al interior, iba estrechándose entre los altos cerros que la rodeaban. A esa gran extensión de terreno, los indígenas la llamaban “Elcum”, término de origen queshua que más tarde derivaría en la palabra Elqui. El valle se alimentaba de las lluvias, que mantenían fértil ese inmenso sector, formando a la vez innumerables riachuelos los que, junto a los deshielos, habrían dado forma a un río y a sus dos afluentes, el Turbio y el Claro.

Existe un relato, basado en la creencia popular, que explica otro origen a la formación del río Elqui. Se cuenta que en épocas antiquísimas se produjo un largo período de sequías, cuya duración fue aproximadamente de diez años. No llovía, los riachuelos se secaron y en la alta cordillera desaparecieron los nevazones. El hermoso vergel perdió su vegetación y se transformó en un desierto, los animales murieron y la gente comenzó a emigrar.

El gran cacique Caucal imploró al Dios Inti, el Sol, todopoderoso que solucionara esta dramática situación.
La respuesta fue la siguiente: para que el valle volviera a ser lo que había sido antes, se debían sacrificar doce doncellas, entregarlas a Gualliguaica, la soberana de la noche y esperar. Pero eso no era todo, Caucal debía sacrificar dos hermanos varones, que sólo podían ser hijos de un cacique, es decir, sólo podían sus hijos Uchumí y Paihuán. El cacique Caucal le explicó al Dios Inti que se quedaría sin descendencia; a lo que Inti le respondió que los recuperaría el día en que el encanto se rompiera.

Caucal pidió una aclaración al Dios Inti. El espíritu sagrado del Cielo sentenció rigurosamente: “Los jóvenes serán transformados en dos ríos que darán vida al valle; las doce doncellas serán llevadas por Gualliguaica hacia el infinito espacio, una a una irán asomando cada cierto tiempo y traerán a este lugar todo aquello que hoy se ha perdido. El encanto se romperá cuanto tus hijos enamoren a dos de las muchachas, entonces volverán a su tribu, serán ellos nuevamente, se unirán en matrimonio y tendrán muchos hijos, nacerán otros arroyos y todo aquí será un gran vergel.

Doce vírgenes fueron llevadas a la montaña más alta y entregadas a Gualliguaica. Los dos hijos de Caucal fueron sacrificados en lugares diferentes. Uchumí, el mayor, un muchacho de tez morena, encontró la muerte en el sector donde actualmente está Huanta; el otro, Paihuán, de tez clara, fue sacrificado más arriba de lo que hoy es Pisco Elqui.

El hechicero de la tribu les atravesó el corazón y el torrente sanguíneo de cada uno de ellos se transformó en un río. El caudal venido desde donde fue muerto el joven moreno quedó formado por las aguas turbias y oscuras, el corazón del muchacho de tez clara dio origen a un caudal cristalino. Ambos recorrieron un largo cauce solitariamente para unirse
más abajo en lo que se conoce como planicie de Rivadavia, dando así forma a un solo río que siguió su largo camino en dirección al mar. Nacía el Río del valle de El Elqui.

Cada doncella, una a una, se asomaban en lo alto del firmamento en forma de Luna. La primera que llegaba traía buen tiempo, los primeros frutos y el comienzo de la madurez de las vides; la segunda Luna transportaba desde las montañas los caudales turbulentos, productos de los deshielos de las nieves; con la llegada de la tercera Luna venían las cosechas y una especie de fiesta de la vendimia; la cuarta y quinta Luna deshojaban los árboles, hacían desaparecer las vides, y traían consigo otros néctares de diversas frutas. Luego cuando la quinta Luna iluminaba los cerros y las quebradas, las mujeres jóvenes del valle se comprometían en matrimonio para unirse al hombre que amaban. La séptima Luna y la octava eran portadoras de lluvias y heladas, hacían aumentar la furia de Uchumí y Paihuán; ellos reaccionaban así, pues se daban cuenta que en el poco tiempo que cada una de las doncellas estaba presente en el valle, era imposible enamorarlas.

Se sucedían las otras Lunas en un ciclo interminable que regía la naturaleza de esos hermosos parajes, los cuales se cubrían otra vez de pequeñas vides y duraznos en flor. En esas circunstancias, el encantamiento de las doce doncellas y los dos jóvenes jamás pudo romperse.

Texto original: Gonzalo Tapia Díaz, El indio y otras leyendas de la IV región de Coquimbo, Chile, 1992.

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